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Name: Dr. Patrick TafollaEmail: patrick@gmail.com
Age: 33From: California USA
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1816. Ya se cumplen doscientos años y aunque ignorado por la mayoría de la población mundial – preocupada hoy por los resultados de los Juegos en Río 2016 – se trata de una fecha de enorme significación en la actualidad. Desde hace dos siglos es recordado como “el año sin verano” y tanto en Europa como en el resto del mundo estuvo marcado por una serie de eventos dignos de una superproducción de acción, intriga y suspenso: política, guerras, catástrofes naturales y mucho misticismo religioso.

1815. La historia comienza un año antes, cuando Europa vive los estertores de la era napoleónica. En pleno verano, el 18 de junio de ese año, Napoleón era derrotado por última vez en Waterloo por una coalición de tropas inglesas y alemanas. Después de casi dos décadas de guerras intermitentes, Europa alcanzaba por fin la paz. Pero era una paz dolorosa. Además de las víctimas civiles y militares, el continente estaba en ruinas, muchas ciudades y campos arrasados y con una situación económica y humanitaria delicada. El espectro del hambre y las enfermedades se balanceaba sobre un débil equilibrio, pronto a quebrarse ante la menor amenaza… y eso fue exactamente lo que sucedió. Mientras Napoleón y sus adversarios disparaban sus últimos cartuchos, al otro lado del mundo otra explosión mucho mayor literalmente sacudía la tierra: el 10 de abril de 1815 el monte Tambora (Indonesia, foto superior) entraba en erupción. Se trata de la mayor erupción volcánica de la que se tenga registro histórico (más grande aún que la del Krakatoa), una erupción que se convirtió en un verdadero cataclismo mundial: miles murieron producto de la explosión y los tsunamis inmediatos, pero muchos más morirían en los años siguientes. Repasemos a continuación brevemente los alcances de esta catástrofe.

En primer lugar el volumen de materiales y gases que el volcán arrojo a la atmósfera – que los expertos calculan en 160 km3 – alteró el curso tradicional del monzón que riega anualmente a la India, con el consiguiente trastorno de la sucesión de estaciones seca y lluviosa en el periodo 1816-1817. ¿El resultado? El equilibrio microbiano en la bahía de Bengala se fue al traste y gatilló una virulenta epidemia de cólera que pronto se esparció por toda India para convertirse en la primera pandemia de cólera, que entre 1817 y 1824 alcanzó China y Japón por el este y el Mediterráneo y África por el oeste, matando a millones de personas. En segundo lugar la misma alteración climática arruinó las cosechas de arroz en la austral provincia china de Yunan, obligando a los hambrientos y empobrecidos campesinos a cambiarse al más lucrativo negocio del opio, dando origen al famoso “triangulo dorado” de una industria que iba a tener nefastas consecuencias en la historia china durante el siglo XIX. Un tercer efecto, tan inesperado como los anteriores, fue el inicio de la primera depresión económica en la historia de los Estados Unidos, el famoso “pánico de 1819”, cuando las variaciones climáticas a ambos lados del Atlántico hundieron las cosechas, los precios y las inversiones agrícolas norteamericanas.

Pero sin duda el efecto más devastador de la erupción del Tambora fue la alteración climática misma, que llevó a que el verano de 1816 los europeos no vieran ni el sol ni el calor, sino una sucesión de tormentas eléctricas, nieve, viento y lluvia. De ahí aquello de “el año sin verano”, si bien en rigor, se trató de tres años de trastornos (1816-1818) antes que se disiparan los efectos del cataclismo producido por el Tambora. En esta atmósfera enrarecida por la guerra, el frío, el hambre y el clima hostil, la derivada religiosa o mística podría ser la más inesperada de las respuestas al lejano eco del Tambora, respuesta a la que podremos atención en la segunda parte de este artículo.

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En nuestro artículo anterior repasamos los extraordinarios eventos de 1816, cuando las consecuencias de la explosión del volcán Tambora en Indonesia un año antes, terminó por generar un invierno extendido que en Europa cubrió el período 1816-1818, tres años en los que poco se vio el sol y se sufrió en cambio un terrible invierno, con mucho frío, nieve y lluvia. Aunque en los libros de historia por lo general el acento está puesto en la situación política y militar derivada de la derrota de Napoleón en Waterloo, la ciencia del clima y sus consecuencias globales en todo el planeta nos obligan ahora a repensar que tanto o más gravitante que las guerras napoleónicas para la historia del siglo XIX fue la erupción del Tambora. Como ya observamos brevemente los aspectos climáticos, económicos y políticos afectados por el Tambora, valdrá la pena ahora centrarnos en la derivada quizás más desconocida de estos lejanos acontecimientos, la religiosa.

Como ha quedado claro a estas alturas, la erupción del Tambora en 1815 gatilló una serie de fenómenos que culminaron en crisis humanitarias en Asia, África y Europa. Pero en este último continente la situación se tornó incluso peor, pues los europeos apenas llevaban un año de paz tras Waterloo y necesitaban tiempo para recuperarse de los horrores de la guerra. La llegada de los efectos del Tambora en 1816 impidió ese respiro y el resultado fue predecible: la ruina de las cosechas y las deterioradas condiciones en el campo provocaron una escasez general de alimentos y una terrible hambruna que recorrió a toda Europa. Normalmente el hambre y la muerte van de la mano y los relatos de los cronistas de la época son un recordatorio de ello. Cientos, miles de personas,  empobrecidas y hambrientas, se vieron empujadas a vagar por los pueblos y campos de Europa en busca de comida y abrigo. En esa atmósfera apocalíptica, el espectro de la muerte podía adoptar formas fantásticas, inspirando, por ejemplo, el origen de «Frankenstein», la famosa novela de Mary Shelley, o así al menos lo creen varios investigadores actuales, habida cuenta que Shelley comenzó a redactar su libro cuando «veraneaba» en 1816 en los Alpes suizos, una de las zonas más duramente afectadas por el riguroso clima del “año sin verano”.

Pero el apocalíptico juego de vida y muerte no sólo inspiraría la monstruosidad novelesca de Frankenstein, atizaría también las expectativas escatológicas  de quienes veían en los acontecimientos de 1815-1816 un cumplimiento de profecías bíblicas. Desde su aparición en el firmamento europeo, el  meteórico ascenso de la estrella de Napoleón y el mito de su invencibilidad convencieron a muchas personas que el emperador francés no era otro que el Anticristo escatológico. ¿Quién más podía pasearse por el mundo sembrando la guerra y derrotando a todos sus adversarios sino uno que tuviera poderes demoníacos? Así lo pensaron los clérigos católicos españoles en 1808 y también varios líderes protestantes en Alemania e Inglaterra, para quienes la guerra y la revolución francesa asociados a Napoleón eran pruebas irrefutables de su naturaleza infernal. Luego vino lo increíble: Waterloo y la estrella de Napoleón caída a tierra, derrotada al fin. Si a la derrota del Anticristo en 1815 sumamos la catástrofe humanitaria y ambiental de 1816, uno puede comprender que muchos contemporáneos se convencieran que el fin del mundo estaba ad portas. Una de las versiones más antiguas de la escatología cristiana es el quiliasmo, también conocido como premilenialismo, y que deriva su nombre del conocido texto sobre el milenio de Apocalipsis 20:1 («quilioi» en griego). Así, la visión quiliasta o premilenialista sostiene que antes del fin del mundo habrá un reinado literal de mil años de Cristo en el mundo. A su vez, previo a ese periodo («el milenio») habrá una serie de eventos cósmicos, como la aparición y caída del Anticristo y alteraciones en la naturaleza. Aunque los premilenialistas difieren en cuanto a la secuencia precisa de eventos, al menos para varios de ellos en 1816 los datos cuadraban con sus expectativas escatológicas: la caída de Napoleón y el trastorno climático de 1816-1818 eran indicaciones claras del fin de los tiempos.

Un episodio dramático de esa expectativa quiliasta la protagonizó por entonces la baronesa Barbara Juliane von Krüdener (1764-1824, foto superior). De origen ruso-alemán y conectada por vía familiar con la alta aristocracia rusa (el zar Pablo I fue padrino de su hijo mayor), la baronesa tuvo una agitada vida sentimental que experimentó un vuelco cuando entró en contacto con el despertar religioso que se esparcía en el protestantismo suizo. Fue allí donde la baronesa abrazó la causa quiliasta, la que unida a su misticismo y convicción, le llevaron a exponer su visión nada menos que ante el zar Alejandro I, influyendo supuestamente en la creación de la Santa Alianza en 1815. Pero la baronesa se sintió profundamente conmovida por la catástrofe humana gatillada por la alteración climática, al punto de reunir una multitud de desplazados a los que guió por diversos cantones y ciudades suizas en busca de refugio y comida. Las autoridades suizas, temerosas de que esta masa devorara la poca comida disponible, no tardaron en dispersar a sus hambrientos seguidores, mientras la baronesa fue expulsada de vuelta a Rusia. «La caridad comienza por casa», parecen haber pensado los suizos, poniendo abrupto fin a la labor humanitaria de Krüdener. ¿Un lejano antecedente de la reacción europea a la crisis migratoria de hoy?

Las increíbles consecuencias del cambio climático y los trastornos ocasionados por el Tambora, a doscientos años de ocurridos los hechos, no dejan de asombrar, incluso en el plano religioso. Para profundizar sobre el lector puede consultar “The Life and Letters of Madame de Krudener” (1893) de Clement Ford; “Tambora: The Eruption that Changed the World” (2015) de Gillen D`Arcy Wood y “The Little Ice Age: How Climate Made History 1300-1850” (2001) de Brian Fagan.

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